Mesa cuadrada, ocho sillas y buen vino. Sólo faltan ellos. Van llegando poco a poco, con cuentagotas, para dar tiempo a saborear el calor de los abrazos y sonrisas. Alguna nueva cara, pero que gracias al entorno (personal más que espacial) donde se produce el encuentro, tiene asegurada la conexión, porque todo el que está allí es porque merece la pena.
Después de una copa de vino y algo de comida empiezan las confidencias y con ellas las risas derivadas de llevar las conversaciones al absurdo:
- Pues yo cuando llegue al hamman me quito los zapatos y desaparezco dentro.
- Pues para cuando salgas ya se habrán pasado de moda.
- Cuando bajéis del avión no empecéis a correr detrás de los guapos que yo estoy mal del corazón y me quedaré sin ninguno.
- No me había dado cuenta de que el chorizo era picante, porque como tuve una enfermedad de pequeño, tengo el lado izquierdo insensible. Pensaba que habían dos tipos de chorizo, el picante y el no picante, según por el lado en que lo mastico.
- Yo es que tiramisú no puedo comer porque soy diabético. Al cabo de un ratito: Déjame probar esos pestiños de tu madre que seguro que son buenísimos.
Otra vez besos y abrazos y despedidas. Hasta el próximo momento mágico del reencuentro.